El epigrama de Marcial a la maravilla del Coliseo

 


          


El poeta hispanorromano Marcial se mudó a Roma para probar suerte como poeta en la gran urbe. Llegó a la capital del Imperio desde su provinciana Bílbilis, en Hispania, a la edad de 26 años, aproximadamente en el año 64. Dieciséis años vivió deambulando por las calles de Roma como cliente, dependiendo de sus relaciones de mecenazgo y escribiendo para múltiples patrones patricios. Primeramente, su vida estuvo llena de dificultades, pero muy pronto, y gracias, sobre todo, a su gran ingenio, logró adquirir las cualidades de la urbanitas, gracias a la cual se incorporó rápidamente en el núcleo de la alta sociedad romana y pudo medrar en ella, hasta tal punto que, hacia el año 80, se había convertido en cliente del emperador mismo. La urbanidad o urbanitas consiste en las cualidades de elegancia, refinamiento y cultura propias de alguien que habita una ciudad. Urbanum se opone a lo rusticum o rústico, que se refiere a todo lo que pertenece a la cultura del campo y los campesinos. 

Como cliente del emperador Tito, el poeta escribió su Libro de los espectáculos (Liber Spectaculorum), libro de epigramas publicado en el año 80, para alabar las obras que se construyeron en honor del emperador y, además, representar los largos y suntuosos festejos que se organizaron en Roma para celebrar su ascenso al principado del Imperio Romano. El emperador Tito ascendió al puesto después de la muerte de Vespasiano, su padre y glorioso fundador de la dinastía Flavia, quien llegó al poder después de una turbulenta serie de guerras civiles desatadas tras el asesinato del emperador Nerón, lo que había provocado la sucesión de cuatro emperadores en el mismo año. Vespasiano devolvió a Roma una nueva edad clásica que se conoce como la edad de plata latina. Con la ascensión de Tito, su hijo, por primera vez en la historia del Imperio Romano, se transmitía la soberanía imperial sin sospecha alguna de violencia, inaugurando una nueva era de paz y seguridad parecida a la que había sido conseguida anteriormente por el primer emperador, César Augusto. La paz y seguridad, favorecida por el imperio de la nueva dinastía, permitía el establecimiento de una cultura favorable a la cultura sofisticada, lo que significó el desarrollo de la urbanitas y su relación con la cultura del espectáculo y el divertimento. 


El Coliseo


En este contexto, una de las más grandes obras públicas inauguradas por el emperador se trató del Anfiteatro Flavio, que posteriormente sería conocido como el Coliseo. En el epigrama introductorio del Liber spectaculorum, Marcial celebra la inauguración de esta obra pública, cuya construcción había iniciado Vespasiano y concluido su hijo, Tito, quien se había convertido, desde el año 79, en el nuevo emperador de Roma. Se trata de una obra perfectamente urbana, poseedora de cualidades artísticas y materiales objetivadas para perdurar como el vestigio más asombroso de Roma, representante de la mayor civilización existente entre las más grandes de la Historia, todavía más asombrosa que las de los asirios, los egipcios y los griegos. En este sentido, el edificio adquiere el simbolismo civilizatorio por sus cualidades urbanas superiores a las de cualquier otra civilización pasada:


Que la bárbara Menfis guarde silencio sobre las maravillas de sus pirámides,
que el trabajo asirio no se vanaglorie de su Babilonia,
que los afeminados jonios no alaben el templo de Trivia,
que el concurrido altar disimule a Delos con sus cuernos,
ni que los mausoleos colgando en vano bronce,
 los carios, con alabanzas desmedidas, eleven hasta los astros.
Todo esfuerzo cede ante el Anfiteatro de César,
la fama hablará sin cesar de una sola obra por todas.


(Barbara pyramidum sileat miracula Memphis,

Assyrius iactet nec Babylona labor;

nec Triuiae templo molles laudentur Iones,

dissimulet Delon cornibus ara frequens

aere nec uacuo pendentia Mausolea                              

laudibus inmodicis Cares in astra ferant.

Omnis Caesareo cedit labor Amphitheatro,

 unum pro cunctis fama loquetur opus.) 





El epigrama 

Antes que nada hay que explicar que el epigrama es una de las primeras formas líricas que surgieron a partir de la escritura, por lo que es en sí mismo un género que representa la civilización y a los imperios, los cuales surgieron gracias a las inmensas posibilidades que aporta la tecnología de la escritura a la organización política. Su nombre mismo alude a una inscripción, algo escrito sobre una superficie. Las inscripciones originales de donde descendieron los epigramas griegos, cuya tradición heredó la poesía latina, se podrían subdividir en dos tipos: aquellas en monumentos, ya sea en edificios públicos o lápidas mortuorias y aquellas escritas clandestinamente sobre las paredes, por ejemplo de callejuelas o baños públicos. El primer tipo de inscripción representa una corriente oficial y seria, mientras que la segunda representa una corriente más popular, a menudo jocosa, divertida y obscena. En la corriente oficial se inscribe el tipo de epigrama en el que frecuentemente se acude al tópico del elogio a los gobernantes o patrocinadores de alguna obra pública y que funciona como propaganda imperialista de cualidades análogas a las de la urbanitas.

La estructura del epigrama, como la de todos los poemas de este género, se manifiesta siempre de manera bipartita y construida a partir de estructuras dobles, que se polarizan, sobre todo en las siguientes partes: una narración (conocida en latín como narratio), rematada por una agudeza final en la que se pone de manifiesto una especie de energía o chispa de ingenio acumulada y objetivada en puntos conclusivos del poema. En este caso, claramente el poeta reserva como parte de la agudeza final el elogio del anfiteatro como obra inmortal del emperador y antepone a esta revelación ingeniosa una lista de grandes edificios públicos que han servido como representantes de las civilizaciones del pasado. La tensión en el epigrama se encuentra en el callar y el hablar. La preeminencia de la obra imperial obliga a las maravillas tradicionales al silencio.


Las siete maravillas


Los vv. 1-6, representan poéticamente el tópico de las maravillas del mundo (miracula mundi). Este tópico proviene de la tradición epigramática helénica y consiste en la conocidísima relación de las siete maravillas del mundo. El mundo se refiere al mundo humano, es decir a la civilización. En el mundo helénico, las maravillas consistían en una serie de puntos de referencia obligados para cualquier turista interesado en presenciar los vestigios de las civilizaciones del pasado, que eran más dignos de verse por su perfección, sofisticación y majestuosidad, tal como hoy en día se usa la misma idea para promocionar los viajes hacia las maravillas turísticas modernas. El epigrama es una imitación de Antípatro de Sidón, epigramista fundamental de la Antología griega, en el que se destaca al final una de las maravillas por encima de una relación de otras, usualmente las más famosas y consideradas como las mayores de todos los tiempos. En el epigrama de Marcial se enumeran las siguientes: las pirámides de Egipto, las murallas y jardines de Babilonia, el templo de Diana en Éfeso, el altar de Apolo en Delos y el mausoleo de Halicarnaso. La maravilla final es, desde luego, el Amphitheatrum Flavium.  


Alteridad e Imperio


En el caso del epigrama de Marcial, las maravillas se enumeran a partir de una serie de objeciones contra los méritos de las civilizaciones que las produjeron por medio de un procedimiento de alterización. A partir de esta alterización se desacreditan las obras de las civilizaciones del pasado, simbolizadas por su condición de famosas y, en este sentido, maravillosas (que en su  sentido original se entiende como dignas de verse y admirarse). Para el suntuoso mausoleo de Halicarnaso, por ejemplo, pide que no se eleve hasta las estrellas con alabanzas exageradas o que se disimule la grandeza del gran altar dedicado a Apolo en Delos (vv. 5-6). Ante la grandeza del Anfiteatro, todas las maravillas están obligadas a callar para siempre y hablar a través de esta, como si fuera su síntesis. Con esto, el poeta eleva la obra imperial a la máxima categoría, volviéndola una síntesis perfecta de la urbanidad civilizada.  





La máxima maravilla


Todas estas negaciones a los méritos y obras de las civilizaciones del pasado sirven como preámbulo para la agudeza final del epigrama que consiste en demostrar la preeminencia del Anfiteatro Flavio por encima del canon de las miracula mundi, como prueba de la superioridad de la obra de urbanitas latina representada por el emperador Tito. El anfiteatro, metonimia de la urbanidad romana, será la obra de cuyos méritos más pregonará la fama y buena opinión en el futuro. Todas las obras de las civilizaciones pasadas ceden ante la grandeza del anfiteatro. La preeminencia de las otras maravillas, que se va diluyendo en la pluralidad de sus méritos, sólo puede reclamarse por la única de ellas que merece los mayores elogios de la fama, es decir, la que por sus méritos opaca a las otras en inmortalidad. 

El anfiteatro, a través de estas metonimias, se convierte en símbolo de la espectacularidad propia de la urbanidad latina heredada del mundo helénico. El anfiteatro representa el recinto desde donde se expone a la vista la grandeza y diversidad del Imperio y, por esto, también, se convierte en el preámbulo perfecto para el Liber spectaculorum. En este sentido, el epigrama se convierte en el edificio en el que se inscribe y representa escrituralmente su sentido político.


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